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El pánico se enroscó
con las ganas de reír a carcajadas. A carcajadas amargas y
siniestras. Qué extrañas son las sensaciones, cómo nos engañan. Un
simple beso de Manuel da Silva había hecho tambalear mis
convicciones sobre su negra moral y, apenas una hora más tarde,
descubría que había dado orden de que acabaran conmigo y arrojaran
mi cuerpo a la noche por la ventanilla de un tren. El beso de
Judas.
-No hace falta que
cojas nada, sólo tu documentación -advirtió Marcus-. Lo recuperarás
todo en Madrid.
-Hay algo que no
puedo dejar.
-No puedes llevar
nada, Sira. No hay tiempo, el tren está a punto de salir otra vez;
si no nos apresuramos, vamos a tener que saltar en marcha.
-Sólo un segundo… -Me
acerqué al maletín y saqué su contenido a manos llenas. El camisón
de seda, una zapatilla, el cepillo del pelo, una botella de agua de
colonia: todo quedó esparcido sobre la cama y el suelo, como
arrojado por el arrebato de un demente o la fuerza de un tornado.
Hasta que alcancé lo que buscaba en el fondo: el cuaderno con los
falsos patrones, la constatación milimétricamente pespunteada de la
traición de Manuel da Silva a los británicos. Lo apreté con fuerza
contra el pecho.
-Vámonos -dije
mientras cogía el bolso con la otra mano. Tampoco podía dejarlo
atrás, llevaba el pasaporte dentro.
Salimos precipitados
al pasillo en el momento en que sonaba el silbido; cuando llegamos
a la puerta, la locomotora ya había respondido con el suyo y el
tren empezaba a ponerse en movimiento. Bajó Marcus primero mientras
yo arrojaba al andén el cuaderno, el bolso y los zapatos; imposible
intentarlo con ellos puestos, me rompería un tobillo en cuanto
tocara el suelo. Después me tendió la mano, la agarré y
salté.
Los gritos furibundos
del jefe de estación tardaron sólo unos instantes en oírse, lo
vimos correr hacia nosotros a la vez que hacía grandes aspavientos
con los brazos. Dos ferroviarios salieron del interior alertados
por sus voces; el tren, entretanto, ajeno a lo que atrás dejaba,
avanzaba ganando velocidad.
-Vamos, Sira, vamos,
tenemos que irnos de aquí -apremió Marcus.
Recogió uno de mis
zapatos y me lo tendió, después el otro. Los mantuve entre las
manos, pero no me los puse: tenía la atención concentrada en otro
asunto. Los tres empleados, mientras, se habían arremolinado a
nuestro alrededor y aportaban a la reprimenda su peculiar visión
del incidente, al tiempo que el jefe de estación nos recriminaba
por nuestro comportamiento con gritos y gestos airados. Un par de
mendigos se acercó a curiosear, a los pocos segundos la cantinera y
un joven camarero se sumaron al grupo preguntando qué había
pasado.
Y entonces, en medio
de aquel caos de apremios, ánimos alterados y voces superpuestas,
oímos el chillido afilado del tren al frenar.
Todo en el andén
quedó de repente callado e inmóvil, como cubierto por una sábana de
quietud mientras las ruedas rechinaban sobre los raíles con un
sonido agudo y prolongado.
Marcus fue el primero
en hablar.
-Han accionado la
alarma. -Su voz se hizo más grave, más imperiosa-. Se han dado
cuenta de que hemos saltado. Vamos, Sira, hay que salir de aquí
ahora mismo.
Automáticamente, el
grupo entero se puso de nuevo en acción. Volvieron los bramidos,
las órdenes, los pasos sin destino y los gestos iracundos.
-No podemos irnos
-repliqué dando vueltas sobre mí misma a la vez que barría el suelo
con la mirada-. No encuentro mi cuaderno.
-¡Olvídate del
maldito cuaderno, por Dios! -gritó furioso-. ¡Vienen a por ti,
Sira, tienen orden de matarte!
Noté que me agarraba
el brazo y tiraba de mí, dispuesto a sacarme de allí aunque fuera a
rastras.
-No lo entiendes,
Marcus: tengo que encontrarlo como sea, no podemos dejarlo atrás
-insistí mientras seguía buscando. Hasta que distinguí algo-.¡Está
ahí! ¡Ahí! -grité intentando zafarme mientras señalaba algo en
medio de la oscuridad-. ¡Ahí, en la vía!
El sonido chirriante
de los frenos se fue debilitando y el tren quedó por fin parado con
las ventanillas llenas de cabezas asomadas. Las voces y los gritos
de los pasajeros se sumaron a la bronca incesante de los
ferroviarios. Y entonces los vimos. Dos sombras caídas de un vagón
corriendo hacia nosotros.
Calculé las
distancias y los tiempos. Aún podría bajar y recoger el cuaderno,
pero volver a subir al andén me costaría mucho más: la altura era
considerable y las piernas probablemente no me dieran para tanto.
De todas maneras, tenía que intentarlo: debía recuperar los
patrones como fuera, no podía volver a Madrid sin todo lo que en
ellos había dejado transcrito. Noté entonces los brazos de Marcus
agarrándome con fuerza por la espalda. Me apartó del borde casi en
volandas y saltó a la vía.
A partir del momento
exacto en que cogí el cuaderno, todo fueron carreras enloquecidas.
Carreras recorriendo el andén transversalmente, carreras resonando
sobre las baldosas del vestíbulo vacío, carreras cruzando la oscura
explanada frente a la estación. Hasta llegar al automóvil. De la
mano y rasgando la noche, como en los tiempos que dejamos
atrás.
-¿Qué demonios tienes
en ese cuaderno que has hecho que nos juguemos la vida por él?
-preguntó intentando recuperar el aliento mientras arrancaba con un
potente acelerón.
Con la respiración
entrecortada, me arrodillé sobre el asiento para mirar hacia atrás.
Entre el polvo levantado por las ruedas traseras distinguí a los
hombres del tren corriendo hacia nosotros con toda su energía. Sólo
nos separaban unos metros al principio, pero la distancia se fue
poco a poco dilatando. Hasta que vi cómo se rendían. Uno primero,
ralentizando los movimientos hasta quedar parado y aturdido con las
piernas separadas y las manos en la cabeza, como si no diera
crédito a lo que acababa de suceder. El otro aguantó unos metros
más, pero tampoco tardó en perder potencia. Lo último que vi fue
que se inclinaba hacia delante y, agarrándose el vientre, vomitaba
lo que con tanta ansia había comido un rato antes.
Cuando tuve la
certeza de que ya no nos seguían, volví a sentarme y, respirando
aún con dificultad, contesté a la pregunta de Marcus.
-Los mejores patrones
que he hecho en mi vida.